Texto de Eladio Romero
El cierzo se clavaba en la piel de los escasos viandantes como el más afilado de los cuchillos. No obstante, el pobre lisiado acudió, como cada día, ante la puerta de la capilla de Nuestra Señora de la Esperanza en busca de su cotidiano sustento, consistente en algunos mendrugos y las escasas monedas de cobre que, por caridad, le lanzaban todos aquellos que acudían al templo del Pilar para encontrarse frente a frente con la Madre de Dios.
Era su sino. Miguel Juan Pellicer, el desdichado cojo, nunca había dudado de que Dios lo quiso en su momento tullido, sin duda con el expreso deseo de probar la calidad de su fe, como ya en su tiempo obró con el santo Job destinándole las más dolorosas desgracias. Y si el ánimo de aquel bendito varón nunca había decaído…